Hace más de 30 años, en un retiro de la renovación carismática católica, hice la experiencia del bautismo en el Espíritu Santo. Conservo en mi Biblia una escarapela con la fecha exacta: 14 de junio de 1981. Al terminar la última charla de ese domingo todos los participantes salimos a un bonito patio interior del edificio, el colegio San José de Tarbes del Paraíso (Caracas), y allí comenzamos a orar en forma espontánea pidiendo que se renovara en cada uno la efusión del Espíritu Santo.
Está claro que recibimos el Espíritu Santo por medio de los sacramentos, especialmente el bautismo, la fuente de todas las gracias, sin embargo esa presencia del Espíritu de Jesús está en muchos de nosotros como dormida y apagada. Necesitamos un avivamiento del fuego que ya arde en nuestro santuario interior, y que se renueven los dones y carismas que recibimos en los sacramentos de la iniciación cristiana. Eso es, precisamente, lo que pedimos cuando oramos para recibir el bautismo del Espíritu Santo.
Cuando fui bautizado en el Espíritu Santo, y los hermanos oraron por mi, lo viví como un acto de fe en la gran promesa de Jesús, no gocé en ese momento de grandes manifestaciones espirituales ni carismáticas; experimenté, eso sí, un gran gozo, la alegría que Dios derrama en los corazones de sus hijos cuando abren sus labios a la alabanza.
En nuestro ámbito católico suele haber mucha prevención hacia las manifestaciones emocionales relacionadas con la fe, tan comunes a veces en los movimientos pentecostales. En la experiencia que narro no sucedió nada espectacular, nadie rodó por los suelos, ni hubo gritos ni movimientos exagerados, todo aconteció en forma sencilla en un clima de oración y de paz. Dios es un Dios de orden.
Frutos del bautismo del Espíritu Santo
¿Qué frutos se siguieron a esa experiencia? Creo que la pregunta es importante porque el Señor nos enseñó a discernir el árbol por los frutos. Tomando en cuenta lo que he vivido en mi propia vida, y lo que observé en los hermanos y hermanas con quienes compartí esos primeros años de mi conversión, puedo testificar los siguientes frutos, entre otros:
1. Se quiere vivir bajo el Señorío de Jesús. La confesión de fe: Jesús es el Señor, cobra un significado profundo y nuevo.
2. Se experimenta un renovado deseo de orar, de crecer en la amistad con el Señor, de adorarle, de profundizar en la intimidad con el Maestro.
3. Se siente un amor nuevo por la Iglesia, por los sacramentos, especialmente la Eucaristía, y una gran devoción a María, la Virgen Inmaculada, modelo de vida en el Espíritu.
4. Se despierta un gran deseo de profundizar en el camino de la conversión cristiana, de cambiar de vida, de asumir las exigencias del seguimiento a Jesús. Hay un sentido nuevo de la gravedad del pecado, y de sus consecuencias. Al mismo tiempo crece la confianza en la misericordia de Dios, en su poder para transformar nuestras vidas.
5. Nace un amor nuevo por las Sagradas Escrituras, hay deseos de profundizar en su lectura, de orar la Palabra, de estudiarla, de convertirla en nuestra norma de vida, de compartirla con otros.
6. Venciendo los respetos humanos, se experimentan deseos de testificar a otros la gracia de la salvación en Jesucristo. En el trabajo, con la familia y los amigos, en el centro de estudios, en el ir y venir por las calles,...Surgen los deseos apostólicos.
7. Hay una experiencia personal y comunitaria de los carismas del Espíritu Santo, que Dios concede a su Iglesia para manifestar su amor salvador y para la edificación de la comunidad cristiana.
8. Se experimenta una alegría interior intensa, el gozo del Espíritu Santo, una paz profunda que nadie puede arrebatarte, una gran confianza en el amor de Jesús aún en medio de las pruebas y las dificultades.
9. Se comienza a comprender lo que significa el amor cristiano, nacen deseos de vivir el mandamiento nuevo, se busca el fuego de la caridad, se empieza a reconocer el rostro de Jesús en el pobre y en el hermano que sufre.
10. Vamos descubriendo, finalmente, el sentido último de la vida, nuestra dignidad única, nuestra identidad más profunda: hijos e hijas del Padre, creados a su imagen y semejanza, llamados a construir la fraternidad, a realizar en nosotros el querer de Dios, los planes que tenía con nosotros cuando nos creó.
Por supuesto, estos frutos que digo ni se dan siempre, ni se dan todos al mismo tiempo, ni en todas las personas que viven la experiencia, sin embargo todos ellos los he vivido en algún momento o los he visto testimoniados en los hermanos que Dios ha puesto a mi lado en el camino. Además, dependen mucho de nuestra fidelidad a la gracia, de nuestra respuesta y entrega al Señor, y de sus planes concretos para con cada uno.
En mi caso personal yo era un católico bastante alejado y frío, un chico normalito que desde los 12 años había dejado prácticamente de asistir a la misa dominical, pero Dios en su gran bondad me llamó a vivir esta vida nueva cuando yo apenas era un chaval de 16 años,... ¡Bendita sea su misericordia!
Ser cristiano: una vida en el ESPÍRITU
Al recodar estas cosas después de todos estos años no puedo evitar sentir cierta vergüenza delante de Dios, no siempre he estado a la altura de sus dones, ni siempre he sido fiel a la gracia recibida, en algunos momentos he sido incluso bastante tibio rayando a francamente frío. Sin embargo, el Señor ha sido siempre fiel, él nos levanta y zarandea de vez en cuando, para que nos espabilemos, y el rescoldo del fuego se reavive, y sigamos en la carrera hasta el fin.
A pesar de nuestros fallos y limitaciones, de lo pobre que resulta a veces nuestro testimonio, no dejemos de compartir con otros las maravillas de Dios, ni enterremos por miedo el talento que nos dio el dueño de casa. A él sea la gloria, a él que elige lo necio, lo pobre y lo débil del mundo para que ningún mortal se gloríe en su presencia. Sin él no podemos hacer nada, él obra en nosotros el querer y el obrar como conviene.
Termino con la siguiente reflexión: necesitamos ofrecer nuestras vidas al Espíritu Santo, él es la gran promesa de Jesús, su poder puede transformarnos. Y ello no sólo en un momento puntual de nuestra vida, ¡no, señor!, porque ser cristiano no es sólo, ni principalmente, seguir una doctrina, por bonita que sea, se trata más bien de un modo nuevo de vida, una vida en el Espíritu, bajo el señorío de Jesucristo.
Para los que quieran seguir profundizando en el tema he reunido en un archivo algunos recursos interesantes sobre el tema del Bautismo del Espíritu Santo
BAUTISMO DEL ESPÍRITU SANTO : DESCARGAR
Gracias, Marcelo, por este testimonio. De éstos necesitamos muchos. Porque arrastran más que muchos sermones. Estamos llamados a ser, no tanto maestros, sino testigos. Felicitaciones.
ResponderEliminarMuchas gracias, P. Beda, ...así es, ¡qué el Señor nos ayude a ser coherentes para que lo que testificamos con los labios se corresponda con lo que vivimos realmente! Un abrazo grande desde aquí y por cierto,... ¡Feliz cumpleaños!
EliminarFelicitaciones. Hermoso testimonio. No sé si por lo que fue una rápida lectura, no encontré algo implícito, que es una nueva experiencia de lo que es la Iglesia en verdad. Porque para muchos la Iglesia católica no era el sitio para conseguirnos con el Señor, nos daba vergüenza los defectos de sus miembros o la veíamos como algo puramente institucional, casi que arqueológico, que venía a imponerse sobre nuestras conciencias y libertad...
ResponderEliminar¡Gracias, Alfonso! ¡Tú mismo eres parte de la historia que he contado! Es cierto, el Espíritu nos deja siempre un sabor más comunitario y participativo de lo que significa la Iglesia ( me acuerdo de aquello que tanto se repetía en Puebla: "comunión y participación") La verdad es que seguimos necesitando ese sacudón del Espíritu del Señor, a veces lo institucional sigue pesando mucho sobre la vida, por eso el verdadero Pentecostés siempre nos invita a abrir puertas y ventanas, a dejar correr la brisa joven, y dejarnos convertir por el Señor... Un abrazo
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