Recuerdo en Caracas, hace ya algunos años, en mis discusiones de universitario con profesores y compañeros no creyentes, sobre todo gente de izquierda, darme cuenta que la cuestión de fondo no era el ideal de la justicia social, punto en el que parecíamos coincidir todos; ni siquiera lo religioso en sí mismo, a pesar de la acerva crítica que toda la modernidad ilustrada ha hecho a la Religión y a sus instituciones, especialmente a la respresentada por el cristianismo.
El problema fundamental es de orden antropológico. La buena noticia cristiana es portadora de una concepción de la persona humana que no se aviene, que choca, con reduccionismos materialistas, historicistas, psicológistas, economicistas, e incluso espiritualistas. No somos un simple producto de la evolución de la materia, ni el mero resultado de condicionamientos de tipo histórico, o económico, o psicológico, por más que incidan en nosotros y determinen en gran medida nuestro ser social. Somos todo esto, pero somos algo más.
El ser humano, hombre y mujer, tiene una dignidad única: es imagen y semejanza del Dios vivo, está dotado de una conciencia inteligente, es esencialmente libre, está llamado a colaborar con la creación y a transformar el mundo a través del trabajo, a establecer lazos de fraternidad con sus semejantes, y a relacionarse con Dios, Padre y Señor de todas las cosas. Además, descubrimos en el humano una dimensión espiritual y trascendente muy profunda, presente en todas las tradiciones religiosas de la humanidad.
Esta humanidad ha estado marcada por el problema del mal, que en lenguaje cristiano llamamos "pecado", lo que desdice de nuestra dignidad única, y afecta de raíz todo nuestro mundo: las relaciones con la naturaleza, con los otros y con Dios mismo.
Con la encarnación de Cristo, Dios y hombre verdadero, toda la humanidad ha sido elevada, lo "humano" se ha unido con lo "divino". Por su muerte en la cruz, y por su resurrección, nace una humanidad nueva, liberada de la atadura del pecado y de la muerte. Por la fe en él, nos hacemos hijos adoptivos de Dios, llamados a vivir en comunión, y a construir un mundo nuevo de fraternidad y justicia, animados por el Espíritu Santo, que nos conduce y nos habita por dentro.
El misterio de Jesús de Nazaret, revela a cada hombre y a cada mujer la verdad más profunda sobre sí mismos, lo que significa ser persona humana.
Como podrán comprender, la verdad cristiana sobre el hombre está en contradicción con los relativismos de cualquier especie, que socavan y ponen en entredicho la dignidad y el valor único de la persona humana. De allí, aquellas mis eternas discusiones de estudiante universitario, con gente por lo demás noble y capaz de comprometerse con ideales como la justicia social y la liberación de las clases oprimidas, pero con una concepción antropológica reduccionista, sin ningún referente trascendente, concepción que va en contra de la propia persona que se quiere liberar, de su dignidad, de su libertad de conciencia, como tantas veces ha demostrado la historia.
De aquellos buenos amigos aprendí la necesidad de amar "históricamente" a mis hermanos, de luchar por el logro de un cambio social en justicia y fratenidad, de optar por el pobre y el desvalido, verdadero sacramento de la presencia sufrida de Cristo en medio de nuestra historia.
Pero también me dí cuenta del gran peligro de las filosofías materialistas, y del ateísmo en general, y no tanto porque afecten el derecho a la libertad religiosa. El problema más grave no es de orden teológico, sino antropológico.
Es curioso, muchos de los ateísmos han enarbolado como bandera la liberación del hombre, la conquista de sí mismo frente a la idea de una divinidad indemostrada que somete su conciencia. Sin embargo, yo observo que si Dios desaparece como referente, lo que se impone es un relativismo que atenta contra el bien de la misma persona, una antropología reduccionista y cosificante, un achicamiento del horizonte vital, y, a la larga, un desconocimiento de la dignidad única de los seres humanos, lo que nos expone a sistemas opresivos de la libertad, o a una perdida del sentido profundo de la vida, del bien vivir y del bien morir, como ha demostrado, y demuesta, en tantas ocasiones la historia.
Acompaño este post con el libro El hombre nuevo, del monje cisterciense Thomas Merton, una reflexión sobre la antropología cristiana, en diálogo con la cultura de nuestro tiempo.
Quiero terminar con una frase de José Martí, poeta y procer de la independencia de Cuba, uno de los padres fundadores de nuestra América Latina: "Sólo tengo una pasión: la dignidad del hombre".
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