No deja de hablarse del déficit, de la deuda, de las altas operaciones financieras, pero se evita hacerlo del sufrimiento de los que no tienen nada, de la pobreza creciente de jóvenes y ancianos, del envilecimiento del mundo.
“Dios mío, ¡qué saltos me haces dar!”, eso dijo la rana a su Creador.
Según Chesterton, la pobre estaba tan maravillada con esa facultad de
su cuerpo que no podía dejar de celebrar cada brinco que daba. Para el
escritor inglés el que en los cuentos maravillosos haya manzanas de oro,
ríos de miel, pájaros que hablan y árboles que cantan, solo es
expresión del asombro que experimentan los niños al contemplar el mundo
por primera vez. Su asombro ante la manzana que cuelga pletórica y
olorosa de una rama, ante el arroyo que corre tembloroso a sus pies o
ante el pájaro que inesperadamente se posa a su lado como si viniera a
decirle algo. Ese mundo de oro y joyas preciosas, de príncipes y
princesas, de objetos mágicos y bodas perfectas tiene que ver con el
deseo de transfiguración que anida en el corazón humano. Navigare necesse est vivere non necess,
solía decir de Isak Dinesen. No basta con vivir, queremos que nuestra
vida tenga sentido, se transforme en algo valioso, en una historia que
merezca la pena contar a los demás.
Lo maravilloso nos hace hablar. Tiene que ver con el
principio erótico. Nos dice que no estamos solos, que la vida es una
corriente inmensa que compartimos no solo con los otros individuos de
nuestra especie, sino con los animales y los bosques, con las dunas de
los desiertos y los cielos salpicados de estrellas. Nuestro mundo ha
dado la espalda a lo maravilloso y solo el dinero parece tener
en él poder para dar valor a las cosas. Estos días el Gobierno ha
anunciado una amnistía a los defraudadores. Por ella, no solo se les va a
permitir sacar a la luz el dinero que ocultan, sino que se les premiará
permitiendo que paguen por él un porcentaje muy inferior al que les
corresponde. Es una medida excepcional, nos dicen, ya que el Estado
necesita dinero. No importa saber de dónde viene el dinero, ni por qué
lo han tenido escondido, todos se comportan como si este tuviera el
poder de bendecir a los que lo tienen liberándoles de la culpa y la
responsabilidad. Y no son solo algunos políticos y tecnócratas los que
piensan así. La sociedad entera vive entregada al gran dios del dinero.
Pueblos perdidos compiten entre ellos porque se ponga en sus verdes
prados cementerios nucleares, los hortelanos venden sus tierras para
construir bloques de viviendas que arruinarán la belleza de la costa, o
comunidades como Madrid y Cataluña compiten por acoger en su territorio
un emporio de casinos, privilegios fiscales, prostitución y profunda
vulgaridad, y todo ello para conseguir que el dinero fluya a sus cuentas
bancarias. No deja de hablarse del déficit, de la deuda, de las altas
operaciones financieras, pero se evita hacerlo del sufrimiento de los
que no tienen nada, de la pobreza creciente de jóvenes y ancianos, del
envilecimiento del mundo. Tampoco se habla de la pérdida de esa
capacidad de los hombres antiguos de transformar en relatos los mínimos
acontecimientos de sus vidas. Es la maldición del dinero, que petrifica
cuanto toca, como bien se explica en la historia del rey Midas. El
relato abre el mundo, el dinero lo cosifica. Y lo maravilloso es vivir en un mundo sin cosas.
Cuando en El festín de Babette las señoras descubren que
esta se ha gastado todo el dinero que ha ganado en la lotería en
prepararles aquella cena inolvidable y la preguntan qué va a hacer ahora
que vuelve a ser pobre, Babette les contesta orgullosa: “Una artista
nunca es pobre”. Y es cierto: tiene el poder que le concede su
imaginación. Deberían ponerse en los colegios e institutos las películas
de John Ford, deberían verlas sobre todo nuestros políticos de derechas
y nuestros banqueros. Es raro que en una película del director
americano no haya un baile. La cultura del dinero, por boca de Margaret
Thatcher, afirma que solo hay individuos y que la sociedad no existe.
Pero en los bailes de John Ford late siempre la idea de una comunidad, y
de que aquello que le pasa a uno solo de sus miembros afecta a todos
los que forman parte de ella. John Ford pertenece a lo que Eugenio D’Ors
llamó la familia de los genios claros, la familia de Homero y los
grandes pintores renacentistas, de esos “seres dichosos que van de la
sombra a la luz sin esfuerzo, que tienen el don de la luz”. En una
escena de Corazones indomables la protagonista ve a su esposo,
contemplando a su hijo dormido, y conmovida por el regalo de este
momento de paz en un mundo lleno de traiciones y muertes, se sienta en
las escaleras y exclama: “¡Dios mío, haz que todo permanezca así para
siempre!”. Lo maravilloso nos enseña a ver lo más cercano con
los ojos de la gratitud y el asombro, los ojos del que ve la belleza del
mundo y quiere cuidarla. En La pata de la raposa, de Pérez de
Ayala, puede leerse: “Me habló usted siempre de las cosas
extraordinarias con tanta naturalidad, que yo me veía obligado a
aceptarlas como cosas naturales, y de las cosas naturales con tanta
intensidad, que yo descubría en ellas nuevos sentidos”.
John Keats decía que el poeta debía estar con los pies en el jardín y
con los dedos tocando el cielo. Los antiguos relatos cumplían esa
función, eran un puente entre lo divino y lo humano, entre el mundo de
sueño y el mundo real. Lo maravilloso es abandonar el mundo de
los dogmas y habitar el tiempo del relato, que es el tiempo de la
contradicción y la libertad. Y no podemos vivir sin relatos, aunque los
hayamos olvidado. Viven a través de nosotros, son el humus del que nos
alimentarnos, la savia que protege nuestros pensamientos. La historia
más realista de nuestros días encierra ecos de esas historias eternas.
Todos los que en estos días han sufrido ante la fotografía del safari
africano de Juan Carlos, han vuelto a contar en el mundo la historia del
arca de Noé, salvador de los elefantes. Una pareja de enamorados entona
cada noche el Cantar de los cantares, aunque nunca lo hayan
leído. Una niña pequeña que imita a su madre, es como la ninfa Eco
cuando loca de amor repetía por el bosque las palabras de Narciso. Los
relatos de Las mil y una noches no hablan de un mundo ajeno al
que conocemos, sino de esas otras vidas que hay en cada uno de nosotros.
Miles de niños nacen en el mundo cada día, y miles de mujeres se
enfrentan a esa experiencia única que es tener un hijo, y sin embargo
apenas se las presta atención. La historia de María y el ángel nos
permite interrogar ese instante, preguntarnos qué sucede de verdad en
él. En cierta forma, cualquier mujer, al tener el niño que desea, vuelve
a contar en el mundo la historia de María y su hijo y en su silencio
cuando le contempla dormido en sus brazos está su gozo por el milagro de
su nacimiento y su temor a todo lo malo que pueda sucederle.
Los viejos relatos no nos alejan del mundo, lo vuelven habitable y
común, lo llenan de sentido. En sus reportajes sobre el juicio al juez
Baltasar Garzón, por los crímenes del franquismo, la periodista Natalia
Junquera nos contó en este mismo periódico la historia de una pobre niña
a la que llamaban “la hija del hojalatero que tiraron a los pozos”, y
que con 90 años aún seguía recordando a su madre y a otras mujeres del
pueblo llevando a escondidas flores a los pozos porque no sabían dónde
estaban los cuerpos de sus maridos e hijos asesinados. Lo maravilloso es empeñarse en seguir llevando flores a los pozos aunque la razón nos diga que no sirve de nada.
Escritor Español
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