Cristianos y cristianas del mundo, no sé si comparten mis sentimientos, pero, en lo personal, estoy impresionado por la espantosa persecución que están padeciendo nuestros hermanos del Medio Oriente, especialmente en Siria y en Irak.
Se trata de un genocidio en toda regla, llevado a cabo con extrema violencia y crueldad. Con razón los llamados urgentes que estos días ha hecho el Papa Francisco para que se detenga esta matanza salvaje, para que nos unamos en oración por la paz, para que no se siga pisoteando la dignidad humana.
¿Por qué permite Dios estas desgracias?, nos preguntamos con el corazón en un puño.
Cuando vinieron a contarle al Maestro sobre los galileos cuya sangre había sido derramada en los sacrificios paganos de Pilatos (Lc. 13, 1-5), nos dijo que no pensáramos que estos hombres eran más pecadores que los demás galileos por haber padecido esta desgracia, es decir, que no se trataba necesariamente de un castigo.
El sentido último de lo que ocurre se nos escapa ¿Quién conoció la mente del Señor? Sus designios son inescrutables.
Pero a renglón seguido añadió algo muy importante: que si no nos convertíamos y hacíamos penitencia todos pereceríamos de la misma manera.
Tremendo.
En otras palabras, nos invitó a vivir los acontecimientos adversos como un llamamiento a la conversión.
Y, lo reconozco, eso es lo que he sentido al contemplar las imágenes de hombres, mujeres y niños torturados y decapitados, ¡tenemos que convertirnos!, me he dicho, ¡tenemos que volver al Evangelio!, ¡tenemos que hacer penitencia por nuestros pecados!, y aceptar de nuevo el Señorío de Cristo Jesús en nuestras vidas.
No basta con conmovernos, o con unirnos en oración, personal o comunitaria, por estos hermanos, hemos de escuchar la voz de Dios en nuestro corazón, creer en la Buena Noticia que se nos ha anunciado, renovar nuestro bautismo por el cual hemos vuelto a nacer del agua y del Espíritu.
La conversión está en el corazón del mensaje de Jesús. Desde que comenzó su actividad pública en Galilea, "El tiempo se ha cumplido, el reinado de Dios está cerca, conviértanse y crean en la buena noticia" (Mc. 1,15), pasando por sus palabras, por las señales que realizó, ¡conviértanse!, ... por eso increpa a Betsaida, a Corazín, a Cafarnaúm, ciudades que contemplaron los milagros que realizó pero que no se arrepintieron de los males cometidos, ni se volvieron a Dios.
Fue la conversión lo que predicaron los apóstoles cuando los envió de dos en dos por las ciudades y pueblos por donde él iba a pasar.
Y cuando explicaba en privado a los discípulos el sentido de las parábolas del Reino, era para que comprendiéndolas se convirtieran, y recibieran la salvación.
Convertirse, rendir la vida al Señor, sabiendo que hemos recibido en el bautismo una vestidura blanca, que somos su propiedad personal entre todos los pueblos de la tierra.
Convertirse, vivir según Cristo Jesús y no según las vanas filosofías de este mundo, poseyendo nuestro cuerpo con santidad y con honor, y no dominado por las pasiones como hacen los gentiles que no conocen a Dios, conscientes de que somos templos vivos del Espíritu Santo.
La conversión, claro está, es siempre un don de Dios, por eso hemos de pedirla diariamente, pidan y se les dará, dice el Señor. Él puede actuar en nosotros más allá de lo que podamos pensar o desear. Suya es la victoria sobre nuestros vicios y pecados, suya entera. Sus heridas nos han curado.
Renovemos nuestra conversión a Jesucristo, hagamos honor al nombre de Nazarenos, él nos arrancó del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de la luz, para que fuéramos conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.
La voz del Señor, potente y magnifica, la voz que descuaja los cedros y retuerce los robles, nos está hablando a través de los rostros sufridos de estos hermanos, convirtamos nuestros corazones y volvamos a la Palabra, ofrezcamos nuestras vidas y dejémonos transformar por la renovación de la mente. Vivamos el fuego de la caridad, practiquemos el mandamiento nuevo del amor.
Y es bueno que sepan los que nos persiguen y matan, los que nos injurian y dicen con mentira toda clase de mal contra nosotros que los seguidores de Jesús de Nazaret, los Nazarenos, no tenemos miedo, pues Aquel que caminó sobre las aguas encrespadas del Mar de Galilea sigue diciéndonos: "¡Ánimo!, que soy yo; no teman" (Mt. 14, 27). Él es el Testigo Fiel, el Resucitado, él permanece con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos.
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