Sí, es cierto, finaliza el curso 2010-11. En estos últimos, y soleados, días de junio, los profesores estamos bien ocupados, no sólo en los consejos de evaluación, sino en la redacción de las memorias del año escolar: la del departamento, la de la tutoría, las de los proyectos.
La mayoría de las veces escribimos estos informes finales no a nuestro aire, sino siguiendo unas pautas que nos vienen dadas por la administración, así se garantiza que estén recogidos los datos más relevantes, y que se reflejen objetivamente los resultados logrados, y las estrategias que los hicieron posibles.
Sin menoscabo de la importancia que puedan tener estos papeles, que deberían servir para una mejor compresión del proceso educativo, y de su prospectiva de futuro, tanto a nivel de centro como del departamento, me parece que hay otros aspectos de la experiencia vivida que con frecuencia escapan de nuestra mirada, pues no caben dentro de un esquema pre-establecido. Constituyen lo que llamo las “otras” memorias, las que a veces ni siquiera ponemos por escrito.
Es el río mismo de la vida, en toda su riqueza y complejidad, el que nos invita a la reflexión, casi siempre en forma de preguntas: ¿cómo he vivido mi rol docente durante este año escolar?, ¿cómo he enfrentado las dificultades?, ¿qué he aprendido de mis compañeros y compañeras?, ¿y de mis alumnos y alumnas?, ¿cuáles han sido mis mayores satisfacciones?, ¿he sido creativo?, ¿qué he logrado transmitir?, ¿qué he recibido?, ¿cuáles han sido mis errores?, ¿los he corregido?,…
Meditar sobre la práctica educativa debería ser un hábito adquirido en la formación docente, una competencia que nos ayude a convertir la experiencia en conocimiento, una actitud reflexiva que promueva nuestro crecimiento humano y profesional, y favorezca nuestra autoestima, motivación e identificación con la vocación docente.
Con estas ideas que rondan mi cabeza, sigo yo también embarcado estos días en esta tarea memorística, una carrera no exenta de tensiones con el tiempo, en medio del cansancio del curso vivido, y también, como no podía ser menos, de la expectativa de esos días vacacionales que ya se asoman alegres a la puerta.
La mayoría de las veces escribimos estos informes finales no a nuestro aire, sino siguiendo unas pautas que nos vienen dadas por la administración, así se garantiza que estén recogidos los datos más relevantes, y que se reflejen objetivamente los resultados logrados, y las estrategias que los hicieron posibles.
Sin menoscabo de la importancia que puedan tener estos papeles, que deberían servir para una mejor compresión del proceso educativo, y de su prospectiva de futuro, tanto a nivel de centro como del departamento, me parece que hay otros aspectos de la experiencia vivida que con frecuencia escapan de nuestra mirada, pues no caben dentro de un esquema pre-establecido. Constituyen lo que llamo las “otras” memorias, las que a veces ni siquiera ponemos por escrito.
Es el río mismo de la vida, en toda su riqueza y complejidad, el que nos invita a la reflexión, casi siempre en forma de preguntas: ¿cómo he vivido mi rol docente durante este año escolar?, ¿cómo he enfrentado las dificultades?, ¿qué he aprendido de mis compañeros y compañeras?, ¿y de mis alumnos y alumnas?, ¿cuáles han sido mis mayores satisfacciones?, ¿he sido creativo?, ¿qué he logrado transmitir?, ¿qué he recibido?, ¿cuáles han sido mis errores?, ¿los he corregido?,…
Meditar sobre la práctica educativa debería ser un hábito adquirido en la formación docente, una competencia que nos ayude a convertir la experiencia en conocimiento, una actitud reflexiva que promueva nuestro crecimiento humano y profesional, y favorezca nuestra autoestima, motivación e identificación con la vocación docente.
Con estas ideas que rondan mi cabeza, sigo yo también embarcado estos días en esta tarea memorística, una carrera no exenta de tensiones con el tiempo, en medio del cansancio del curso vivido, y también, como no podía ser menos, de la expectativa de esos días vacacionales que ya se asoman alegres a la puerta.
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