Este domingo hemos escuchado en el Evangelio la parábola de la viuda y el juez impío (Lc. 18, 1-8), una historia que propone Jesús a los discípulos para inculcarles que deben "orar siempre y sin desfallecer".
Reconozco que el ejemplo de la mujer frente al juez lo tengo muchas veces delante de los ojos, especialmente cuando me parece, humanamente hablando, que Dios da largas a los asuntos que le presento, y me acucia la tentación de desistir en mi demanda.
La fe me dice que la voluntad de Dios es bendecirme, su promesa no puede fallar, su amor y su poder pueden transformar cualquier situación por más difícil que parezca. Entonces, ¿qué sucede?, me pregunto, ¿será que no estoy orando correctamente? Si el conoce de antemano lo urgente de mi necesidad, ¿por qué tengo la impresión de que no me escucha?
El justo vivirá por la fe (Hab. 2, 4), le responde Dios al profeta, y es la fe, precisamente, la gracia que el Señor ahonda y purifica en ese creyente que persiste en su petición, aún en medio de la oscuridad y el silencio.
Nuestra confianza conmueve su corazón de Padre y abre los tesoros del cielo.
Meditando sobre todas estas cosas, y llevando mis inquietudes a la Palabra de Dios, que es lampara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero (Sal. 118, 105), he estado buscando qué nos enseña la Biblia sobre cómo hemos de orar para que nuestras plegarias sean eficaces, y atraigan sobre nosotros la misericordia del Señor.
El tema es amplísimo, recorre toda la historia de la salvación, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, sin ánimo de agotarlo ni mucho menos, quiero compartir aquí estos 10 consejos que he encontrado en la Biblia para que nuestras peticiones sean escuchadas:
1. Arrepentirse de los pecados y caminar en conversión:
Si queremos que la bendición se derrame en nuestra vida el primer paso es reconciliarnos con el Señor, arrepentirnos de nuestros pecados y hacer un propósito de caminar en obediencia a sus mandamientos. Si somos católicos acudir al sacramento de la Penitencia para que la gracia del perdón nos cure y nos libere de nuestras ataduras.
A lo mejor ese problema tan fuerte que afrontamos es un llamamiento que el Señor nos está haciendo para que le busquemos y nos convirtamos al Evangelio.
Confesemos, pues, nuestros pecados con humildad, hagamos las paces con nuestro Dios, y dejemos que su misericordia toque nuestro corazón. Su perdón nos cura interiormente. Si llevamos una vida en desobediencia a Dios, nuestros actos pecaminosos se convierten en un obstáculo entre él y nosotros.
"Mirad, no es demasiado corta la mano de Yahveh para salvar, ni es duro su oído para oír, sino que vuestras faltas os separaron a vosotros de vuestro Dios, y vuestros pecados le hicieron esconder su rostro de vosotros para no oír" (Is. 59, 1-2)
2. Perdonar las ofensas recibidas:
No presentemos nuestras necesidades sin antes perdonar las ofensas que hayamos recibido. La falta de perdón y el resentimiento impiden que el amor y la misericordia de Dios se manifiesten en nuestra vida. Perdonar no es un sentimiento, sino una decisión que tomamos en obediencia a la Palabra de Dios.
Una manera de disponer nuestro corazón a la gracia del perdón es pedir al Señor que bendiga a las personas que nos han ofendido, ofrecércelas a su misericordia y entregarle el dolor que sentimos por la herida u ofensa que hemos recibido
"Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas" (Mc. 11, 25)
3. Pedir la guía del Espíritu Santo:
Al orar por una intención o problema pidamos al Espíritu Santo que inspire y guíe nuestra plegaria conforme al plan de Dios. En realidad nosotros no sabemos lo que nos conviene, pero el Señor nos ha dado su Espíritu el cual intercede por nosotros según el querer de Dios.
Pidamos sabiduría y fortaleza para orar según la voluntad de Dios, y que nuestra plegaria sea sostenida por la gracia amorosa de su Espíritu.
Un punto de humildad: La oración eficaz es siempre un don de Dios, un regalo, y no el fruto de nuestros esfuerzos humanos. Sin él no podemos hacer nada.
"..., el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; más el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios" (Rom. 8, 26-27)
4. Apoyarnos en la Palabra de Dios:
La Palabra de Dios debería estar presente en todo momento en nuestro corazón y en nuestro labios, muy especialmente a la hora de elevar nuestra oración al Padre. A través de ella Dios mismo sale a nuestro encuentro, y nos regala sus preciosas promesas de bendición y misericordia.
Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas para que conozcamos el querer de Dios, ellas nos ayudan a discernir su voluntad en nuestra vida.
La Palabra nos consuela, nos cura, nos reprende, nos transforma, nos ilumina, nos re-engendra a la vida nueva, la vida del Espíritu (Rom. 8, 9)
Conozcamos los regalos que Dios nos ha ofrecido por medio de su Palabra, y apoyémonos en ella para ofrecernos a Dios y confiarle nuestras necesidades
"Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón." (Heb. 4, 12)
5. Orar en el santo nombre de Jesús:
El Maestro nos ha enseñado en el Evangelio a presentar nuestra oración al Padre en su Nombre, ello no es un mero formulismo sino la confesión de fe de que en Jesús, y por Jesús, nuestras peticiones son atendidas. Él es nuestro embajador ante el trono celestial, el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim. 2,5)
Rendir nuestra vida a Jesucristo, rendir a Jesucristo los problemas y necesidades que nos agobian. Proclamar su victoria en nuestra vida. Todo eso significa orar en su nombre.
¡Descubramos, hermanos, las inmensas riquezas y bendiciones que se esconden en el santo nombre de Jesús!
"Y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.(...) Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado" (Jn. 14, 13 y 16, 24)
6. Dar las gracias:
Jesús en el Evangelio desafía nuestra fe cuando nos enseña a dar gracias de antemano a Dios como si ya él hubiera escuchado nuestra plegaria (Jn. 11, 41-42).
Damos gracias porque estamos persuadidos de que Dios interviene en toda circunstancia para el mayor bien de los que ama (Rom. 8,28). Al agradecer se aviva nuestra fe y nuestra confianza, y dejamos de mirarnos a nosotros mismos para poner nuestra vista en el amor grande de Dios por nosotros.
La acción de gracias es como un imán que atrae sobre nosotros el torrente de la misericordia divina.
"No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias" (Filp. 4, 6)
7. Llevar nuestra petición a la comunidad:
Llevemos nuestra necesidad a la oración comunitaria, pidamos a los hermanos y hermanas que oren por nosotros, el Señor nos ha asegurado que la oración en común goza de una particular eficacia, esa es su promesa.
Orar los unos por los otros, por otra parte, es un exquisito ejercicio de caridad fraterna, una oportunidad para poner en practica el mandamiento nuevo del amor, el distintivo por el cual seremos reconocidos los cristianos.
"Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt. 18, 19-20)
8. Buscar la intercesión de la Virgen María y de los santos:
Una larga tradición eclesial nos invita a pedir a María, la Madre de Cristo, y a los santos que oren por nosotros y que sean nuestros intercesores delante del Señor.
Los católicos vivimos esta realidad de la comunión de los santos con particular intensidad, y aunque es cierto que la salvación y la gracia nos vienen por Jesucristo, los miembros glorificados de su Cuerpo Místico, y que ya han llegado a la Jerusalén del cielo, unidos a Cristo, y por Cristo, ofrecen sus oraciones por nosotros.
Personalmente yo mismo he experimentado muchas veces en diversas circunstancias de mi vida la poderosa intercesión de la Virgen María.
"Y como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: "No tienen vino". Jesús le responde: "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora". Dice su madre a los sirvientes: "Haced lo que él os diga". (Jn. 2, 3-5)
9. Perseverar en la oración:
El Señor nos invita a persistir en la plegaria, como el amigo inoportuno tocando la puerta a la medianoche (Lc. 11, 5-8). Nuestra perseverancia acrisola nuestra fe y nuestra confianza, y dispone nuestro corazón para aceptar obedientemente el plan de Dios en nuestra vida.
La oración perseverante es propia de los elegidos de Dios: Abraham solicitando la salvación de los justos (Gn. 18, 16-33), Jacob luchando con el ángel (Gn. 32, 23-33), Moisés con las manos alzadas durante la batalla, (Ex. 17, 8-13), etc. Pero nuestro principal modelo es el propio Jesús que oró insistentemente en la noche de su pasión, y aceptó en oración el cáliz que se le ofrecía por la salvación de los hombres (Mt, 26, 36-46).
"Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer" (Lc. 18, 1)
10. Dar testimonio a otros:
Cuando experimentemos la bendición del Señor, y sintamos que ha respondido a nuestra petición, seamos agradecidos con él: ¡Demos testimonio de la misericordia recibida!
Dar gloria a Dios edifica la fe de los hermanos y hermanas, y aumenta el número de los que dan gracias.
En su ministerio público Jesús invitaba a la gente que había sanado o liberado a que dieran testimonio de la gracia recibida. Así lo hizo, por ejemplo, con el leproso (Mc., 1, 44), con el endemoniado de Gerasa (Mc. 5, 19), etc.
"Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso,.." (Lc. 1, 46- 49)
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