Quizás sea porque me he pasado la vida entre el aguamarina espumoso del Caribe y el azul puro de las Canarias, pero cuando estoy solo frente al mar mi corazón espontáneamente ora.
No es una oración de palabras, no formulo peticiones ni me fabrico elevados pensamientos, es un silencio cargado de presencia, que tiene como fondo el relajante ir y venir de las olas sobre la arena de la playa.
Todos necesitamos esos momentos de escucha contemplativa,... volver a la raíz de nosotros mismos,... regresar a la simplicidad de las cosas.
Sentir a Dios.
Y el mar inmenso, el mar que es madre y padre de la vida, tiene una palabra que decirnos.
Frente al mar, evoco a Jesús de Nazaret, el Maestro, rodeado de pescadores, que exponía sus enseñanzas desde la barca pobre de Pedro.
Frente al mar, contemplo las aguas primeras de la creación y la acción del Espíritu Santo poniendo orden en el caos.
Frente al mar, puedo leer despacito un texto de los Evangelios, y dejarme curar e iluminar por el Verbo de Dios.
Metidos en el ajetreo de la ciudad, sobrecargados con el agobio del vivir, nos sentamos frente a la playa solitaria para reencontrar al Padre que nos ama, y recuperar las raíces de nuestra maltrecha humanidad
Necesitamos sumergirnos en el mar de Dios, ser sanados interiormente, reencontrarlo vivo en nuestro más profundo centro.
¡La misericordia de Dios es tan inmensa, y más, como ese mar precioso que vemos y que abraza todos los rincones del planeta! Amén.
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