El anciano, de ojos anochecidos, miraba sin ver la estrellada noche de abril:
- Sentir arder el corazón, sabes, eso dice la Biblia que les pasó a los dos discípulos de Emaús cuando escuchaban las palabras del Resucitado: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (Lc. 24, 32)
Alíosha, el joven, siempre atento a sus palabras, preguntó:
- ¿Qué significa eso?
- El amor de Jesús es un fuego que abrasa, una llama que arde sin jamás consumirse - Repuso el hermano, acariciando su barba blanca. Luego caminó unos pasos, se sentó junto a la lumbre, y tras unos breves instantes, prosiguió:
- Es un incendio de misericordia que da calor, que trae luz, que sacia la sed, que limpia y purifica, que cura y regenera, que libera de las ataduras, que desvela nuestra identidad más profunda, la tuya, la mía: ser hijo de Dios.
- Sí, sí, querido padre, ¡yo quiero sentir este gran amor!, ¡lo necesito tanto! ¿qué he de hacer? - Repuso Alíosha con franqueza, movido por la ungida palabra del anciano.
Él lo observaba desde la tiniebla de sus retinas apagadas.
- Entra dentro de ti mismo, Aliosha, penetra en el secreto del Santo Nombre de Jesús, y lo entenderás todo.
Y añadió:
- El Santo Nombre de Jesús es fuego. Ser cristiano es convertirse en fuego.
A esas horas, cuando pensamiento y corazón confluyen en un abrazo, una cálida brisa acariciaba los naranjales del patio.
Marcelo
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