Aquellos cristianos que, al término de la era de las persecuciones, se retiraron al desierto para vivir con mayor radicalidad el santo Evangelio, ejercían sobre sus discípulos y cristianos devotos un verdadero magisterio espiritual. Su "pedagogía" no estaba basada en grandes discursos, ni en largas exposiciones teológicas. Por lo general, el aprendiz del arte espiritual se presentaba delante del hombre de Dios, el anciano o Abba, y pedía una "palabra", un dicho que iluminara la búsqueda de Dios, o el camino espiritual del discípulo. La respuesta era dada a través de frases muy sencillas y directas, que revelaban un profundo conocimiento de la naturaleza humana, de los entresijos de la lucha espiritual, de los remedios que ofrecía el camino del desierto: la soledad, el ayuno, el silencio, la lectura asidua de la Palabra, la lucha contra las pasiones, la práctica de las virtudes como la pobreza, la humildad, la obediencia, y, sobre todo, la oración continua.
De las colecciones de estas respuestas nacieron La sentencias de los padres del desierto, también conocidos con el nombre griego de "Apotegmas", una verdadera escuela de sabiduría cristiana, que siempre ha gozado, a pesar de las distancias del tiempo y la cultura, de una enorme popularidad, quizás porque han brotado de la práctica cotidiana, la experiencia de vida, de la búsqueda de Dios, del llamado que late en todo corazón humano a encontrarse personalmente con el Señor, a experimentar la gracia de la contemplación y la unión con Dios. De esta fuente ha bebido una larga tradición tanto de oriente como de occidente; así, por ejemplo, los que conozcan Los relatos del peregrino ruso o La Filocalía reconocerán en los padres del Desierto, las raíces de donde ha brotado la llamada espiritualidad de la oración del corazón.
De las colecciones de estas respuestas nacieron La sentencias de los padres del desierto, también conocidos con el nombre griego de "Apotegmas", una verdadera escuela de sabiduría cristiana, que siempre ha gozado, a pesar de las distancias del tiempo y la cultura, de una enorme popularidad, quizás porque han brotado de la práctica cotidiana, la experiencia de vida, de la búsqueda de Dios, del llamado que late en todo corazón humano a encontrarse personalmente con el Señor, a experimentar la gracia de la contemplación y la unión con Dios. De esta fuente ha bebido una larga tradición tanto de oriente como de occidente; así, por ejemplo, los que conozcan Los relatos del peregrino ruso o La Filocalía reconocerán en los padres del Desierto, las raíces de donde ha brotado la llamada espiritualidad de la oración del corazón.
Una reflexión para los que se dedican a la enseñanza
Como profesor siempre me ha llamado la atención el "método pedagógico" de los padres del desierto: directo, sencillo, ajustado a las necesidades y condición del discípulo, y, con la autoridad que emana del testimonio de vida. A veces los que nos dedicamos a la enseñanza corremos el peligro de hablar demasiado, de atiborrar de respuestas a nuestros sufridos oyentes, de "no escuchar" las preguntas que nacen de la vida, de no adecuarnos a las características de nuestro auditorio. Quizás somos hijos de una educación excesivamente discursiva, que ha abusado del uso de la palabra. La experiencia me dice que después de diez minutos seguidos hablando la mayoría de los alumnos se “desconectan”, o sencillamente dejan de atendernos. La sabiduría del desierto nos invita a ser más sobrios en el uso de la palabra, a escuchar más a los alumnos, a partir de sus preguntas e intereses, intentando no extraviarnos en explicaciones que a veces desbordan el tema, optando, siempre que sea posible, por un lenguaje concreto, a través de frases sencillas y directas, con ejemplos tomados de la vida, procurando refrendar lo que decimos con nuestro modo de vida.
Que el testimonio de los padres del desierto nos enriquezca en el seguimiento de Cristo y que el Espíritu Santo obre en nosotros el querer y el obrar como conviene (Fil 2,13), pues sin él no podemos hacer nada (Jn. 15, 5).
Que el testimonio de los padres del desierto nos enriquezca en el seguimiento de Cristo y que el Espíritu Santo obre en nosotros el querer y el obrar como conviene (Fil 2,13), pues sin él no podemos hacer nada (Jn. 15, 5).
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