Una canción para pensar: El tiempo, el implacable, el que pasó, del cantautor cubano Pablo Milanés (1974).
Escuchando la canción, desvisto la tarde, me deshago del hormigueo
de las palabras que me asedian.
La historia, pienso, va dejando, inexorablemente, su huella.
Una mañana cualquiera, mirando tal vez una fotografía, me
percataré del paso del tiempo, ¿a dónde se han ido los días? Sombras y humo, y
el sentimiento de saber, no exento de una cierta decepción, que todo pasa.
Es inútil aferrarse.
Hay un libro de la Biblia que se hace eco de esta
experiencia: el Eclesiastés. El sabio, después de dedicarse a considerar lo que
acontece bajo el sol, los agobios y las preocupaciones que colman los días de
ricos y pobres, llega a la conclusión que cuanto sucede es, sencillamente,
vanidad de vanidades, y todo vanidad.
Doblo una esquina del tiempo, intento habitar mi espacio,
rescatar la novedad de lo que he sido, de lo que voy siendo por ahora, de lo
que me prometo ser en un quimérico
más allá. Vanidad.
A mí siempre me ha parecido este libro de una modernidad
extraordinaria.
El autor, que desconoce el horizonte abierto por la
Resurrección de Cristo, parece haber llegado al límite de todo, y padece una
suerte de desencanto posmo. Mira por
dónde, ironías de la vida, la crisis del sentido, que testimonia la cultura
contemporánea, es objeto de todo un libro de la Biblia.
Me sumerjo en el océano de la noche, me sorprendo como el
sabio hebreo haciendo un inventario de mis pequeñas desdichas existenciales, redescubriendo
esta realidad que me atañe y que soy yo mismo, un hatajo de contradicciones,
siempre en obras, un proyecto de ser que
no cierra nunca su círculo.
Sólo la muerte sellará lo que he sido: yo mismo en mi
inextricable soledad ante el Creador y Padre de todas las cosas.
Y como el camino a ratos se me hace muy pesado, y el listón me
lo ponen muy alto, he puesto toda mi esperanza en Jesucristo.
Me consuela saber que soy amado, y aceptado por Dios, tal y
como soy realmente. A él no le valen las caretas que ponemos delante de los
otros, y de nosotros mismos.
Me consuela Dios mismo y la alegría de orar, que hace
soportable el conocimiento de mi pobreza y el tedio de la existencia que
constató el sabio hebreo.
Dios ama la verdad profunda de lo que es realmente cada ser
humano.
La respuesta que falta en este libro del Antiguo Testamento
la encontramos en la persona y el misterio de Jesús de Nazaret.
La noche va empujando las paredes de mi esfera, me impele al
sueño. Yo reconstruyo las líneas de mi escrito, y poso mis ojos en la luz.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Marcelo
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