Al filo de la madrugada, la noche se torna amable, silenciosa, maternal.
Esta semana he tenido en la cabeza el tema de la mujer.
Siempre me pasa, se acerca uno de esos días especiales del calendario, y
comienzo a rebuscar en mis cosas, en el laberinto de carpetas y cajones de la zona comanche de mi cuarto: fichas,
recortes de prensa, el dossier de alguna ONG, imágenes, CD de canciones,
vídeos, unas fotocopias incompletas, testimonios,…Recursos, y más recursos, ¡ya
te digo!,…
Después de todo, me atrevo a preguntar, ¿tiene sentido
celebrar el Día de la Mujer? Ya sé que apuntarse a la causa de la
igualdad de género es lo que se lleva ahora,
que es un clásico de lo que se considera hoy políticamente correcto, y no quisiera apartarme de lo mandado, ni
herir susceptibilidades con preguntas gratuitas que no vienen a cuento,
¡faltaría más!
Si me hago la pregunta no es porque dude de la legitimidad
de dedicar un día a la causa de la mujer, sino porque quisiera ir más allá de
los tópicos que se repiten año tras año, saltar la muralla de las razones que
muchos esgrimen como bandera, y someterlas a juicio si es preciso.
El tema de la mujer, en mi caso particular, no es una moda
de estos últimos años, se ha ido fraguando en mí
conciencia cristiana desde los primeros años de mi formación universitaria como
trabajador social, y también como teólogo y docente.
Creo que el primer momento dialéctico fue reconocer, al
principio intuitivamente, los efectos demoledores del machismo, no sólo como causante de profundas desigualdades e injusticias,
sino como un modelo del rol masculino sumamente opresor y alienante para el
mismo varón que lo encarna y sufre, y que condiciona las relaciones de violencia
y dominación que se han vivido por siglos en el seno de la institución familiar.
La reflexión sobre el machismo me condujo, en un segundo
momento, al desvelamiento de la situación de desigualdad de la mujer: su doble
jornada de trabajo, su escaso protagonismo en la toma de decisiones que afectan
la vida social, su incorporación como mano de obra barata, y frecuentemente
sobreexplotada, al ordo capitalista.
Creo que me ayudó el haber cursado en los últimos semestres
de mi carrera la asignatura Problemática
femenina en Venezuela. A través de las clases me fui introduciendo
en una serie de lecturas sobre el problema femenino, y, sobre todo, pude compartir
con otros y otras ideas y conceptos que fueron ampliando mi visión del tema.
Comprendí que el asunto de la mujer, no atañe sólo a la mujer, sino que afecta a toda la sociedad en su conjunto, con repercusiones tanto a nivel de las relaciones intra-familiares como en lo político, lo económico, lo cultural, etc. Todo.
Una experiencia que me marcó fue el trabajo comunitario que realicé con mujeres de los
sectores populares de Caracas. Allí, en la realidad de los barrios,
me di cuenta de la gran sensibilidad social de la mujer, de su capacidad para
asumir una visión comunitaria de los problemas, de su
nivel de compromiso a la hora de movilizarse para buscar soluciones en
beneficio de todos y todas.
Las mujeres pobres con quienes compartí, víctimas muchas veces no sólo de
la violencia y la explotación económica, sino de una estructura
familiar opresora y también violenta, derrochaban humanidad, ánimo para la lucha,
esperanza, solidaridad,...Realmente, me siento en deuda con ellas.
Meses antes de venir a España me tocó investigar sobre la
poesía escrita por mujeres venezolanas en su relación con las grandes urbes.
La frescura de la palabra poética me reveló dimensiones del misterio de lo
femenino, de la percepción que tiene la mujer sobre sí misma, en su paradójica relación
con el mundo, hostil y seductor a la vez, de las ciudades.
Mujer y ciudad, una
poesía alejada de cierta visión edulcorada tanto de lo femenino como de lo
poético, una palabra que une la experiencia de ser mujer con la cotidianidad de la selva urbana.
El estudio de la teología me ayudó a descubrir las
peculiaridades de la percepción de la mujer, y de lo femenino, en la
comprensión del misterio de la revelación cristiana. Las teólogas en la Iglesia
tienen un ministerio, una misión, testimoniar una inteligencia sobre lo divino/salvífico, que es a la vez sabiduría y don
de la gracia para la edificación de todo el pueblo de Dios.
Me atrevería a decir que leer la buena noticia cristiana con ojos y corazón de mujer,
nos ayuda a redescubrir dimensiones del misterio de Dios, y de la salvación
cristiana, que desde otras perspectivas quedarían eclipsadas.
Con el tiempo he ido descubriendo que la antropología que se deriva de la revelación cristiana, de la praxis y la palabra de Jesús de Nazaret, es ciertamente liberadora de todo aquello que atenta contra la dignidad fundamental del ser humano, hombre o mujer, de la igualdad básica de todos y todas, del derecho de todos y todas a una vida digna, en justicia y fraternidad.
Considerando el ambiente patriarcal y machista en que se desarrolla la vida de Jesús, sus gestos y palabras hacia las mujeres son verdaderamente sorprendentes y liberadores. Es en los Evangelios donde encontramos al Maestro de Nazaret rompiendo las barreras de los convencionalismos sociales y las rigideces culturales del judaísmo, para ir al encuentro de la mujer, destinataria del mensaje de salvación que ofrece el Mesías, invitada también ella a hacer la experiencia del discipulado y el seguimiento a su persona.
Algunas corrientes de la llamada ideología de género, especialmente cierta prensa mal intencionada, han querido presentar a la Iglesia y a los cristianos y cristianas, como opositores en la búsqueda por una mayor igualdad hombre-mujer.
A esto hay que responder claramente, y en alto, que aunque nos queda mucho por reflexionar en la Iglesia sobre este tema, y que hemos de seguir avanzando a nivel teológico y pastoral, no tenemos los cristianos y las cristianas per se una visión misógina, ni nos oponemos a todo aquello que favorezca un
avance significativo en el logro de la igualdad plena del hombre y la
mujer.
Todo aquello que contribuya a una mayor justicia social, al reconocimiento de la dignidad única de los seres humanos, se identifica con los valores del Reino de Dios que predicó Jesús, y es don y misión cristiana para la transformación y liberación de esta historia.
Concluyo pensando que el Día de la Mujer se enmarca en una lucha más global: la conquista de un mundo más justo y humano, la construcción de nuevas relaciones sociales y laborales basadas en la justicia y la igualdad real. En definitiva, la erradicación de la pobreza que azota la vida de tantos pueblos.
Que el Espíritu Santo, prometido por Jesús, nos ayude en esta historia de salvación y liberación, para que hombres y mujeres, todos y todas juntos, celebremos la alegría y la victoria del amor de Dios, en el nombre del Padre, del Hijo, y del mismo Espíritu Santo. Amén.
@MarceloMartín
@MarceloMartín
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