“Juro que Dios, libertad y
otros
no son más que la estupidez diaria de tener que
vivir cansada y
de no llegar a conocerlos nunca,
que son palabras con mayúsculas y objeto de gente
sin oficio. (...)
Después de todo, malvivo mi vida, como usted”
María Mercedes Carranza,
Golpe de Dados, 1980
La pregunta por Dios- la
pregunta por antonomasia, la más radical de todas las preguntas -, es tarea
pendiente también para esta generación del post 2.000. Ello en medio del
desencanto que nos produce un mundo polarizado y roto: norte y sur, primero y
tercer mundo, oriente y occidente. Los finales del siglo XX estuvieron marcados
por la estrepitosa caída de los llamados socialismos reales, ¡bum!; la
promoción, y la reventa, de la
ideología del mercado como panacea de la felicidad social – tanto bombo, y es el
viejo liberalismo de toda la vida vestido de Mac Donald e Internet - y la
abolición de todas las utopías de signo popular y alternativo.
“The
history is finished” fue la consigna. Semejante
tontería la dijo al comienzo de los noventa un japonés vestido de mormón, lo
que significa realmente la pretensión de una ideología de imponerse como
espíritu absoluto, anulando lo disidente, absorbiendo lo diverso, ignorando por
la cara el drama de los pueblos empobrecidos, excluidos perversamente de la
bacanal tecnológica, financiera, armamentista, consumista, del orbe primermundiano.
Como decía la canción de salsa: ¡no te vistas, que tú no vas!
Intentando escuchar el palpitar del Espíritu, su paso epifánico, sobre
el entramado de la historia, como una brisa que cruza los campos haciendo danzar
la hierba, nos preguntamos: ¿Dios tiene sentido?, ¿qué dice nuestro Dios, el
Dios de Jesús de Nazaret, a la gente de hoy?
Constatamos como muchos contemporáneos nuestros se hallan en una
verdadera noche del espíritu. Las
palabras de Gabriela Mistral, la poetisa chilena, dicen mucho en este sentido,
aunque son apenas un quejido en el entramado de sus versos: “¡Padre nuestro, que estás en los cielos,
por qué te has olvidado de mi!”.
Con el surgimiento de la modernidad ilustrada, y el derrocamiento de
la cosmovisión de las sociedades de cristiandad, -¡todo un golpe de estado!- se
postuló la razón como la instancia suprema de verdad. Los sistemas de
creencias que no se someten a una comprobación fáctica, o que no se originan exclusivamente
en la racionalidad, son profundamente cuestionados en sus mismas bases.
Sumado a esto, por si fuera poco, la feroz crítica a la religión, particularmente
a la Iglesia Católica, concebida como fuente de oscurantismos a ultranza,
dogmatismos exacerbados y autoritarismos opresores de la conciencia,… Vienen a
mi mente autores como Voltaire, Feuerbach, Comte, Marx, Freud, Nieztsche,..
¡Menuda peña para mantener un careo! (Esto nos pasa por ser
católicos).
Este movimiento, la modernidad, y sus hijas, las democracias
liberales de occidente, ha tenido como resultante un significativo proceso de
secularización, el predominio de una mentalidad científico-técnica como clave
interpretativa del mundo, una clara voluntad emancipadora, la fe en el progreso
de la sociedad guiada por la razón ilustrada, la idea de tolerancia, el
relativismo cultural, y el auge del individualismo pequeño burgués que invade
todas las esferas de la vida, incluso las formas de entender y vivenciar la religión.
El hombre engendrado por este vasto movimiento filosófico y
cultural, a pesar de los innegables
resultados de la modernidad - el
extraordinario mejoramiento de las condiciones de vida, por ejemplo; el
desarrollo y la expansión de las fuerzas productivas, otro por ejemplo -, desde las últimas décadas del siglo
XX comienza a mostrar severos síntomas
de estar como enfermo, de sentirse vacío y atontado mientras gira y gira en el
tío vivo de felicidades prêt-à-porter
de la sociedad burguesa.
Ladies and Gentlemen, he aquí un pequeño listado de los males modernos:
- Las recurrentes guerras: hoy sí, mañana también.
- El creciente sofisticamiento de las técnicas armamentistas: de
la guerra de las galaxias al soldadito-robot por ordenador (aunque la sangre es
la de siempre, eso sí).
- Los efectos despersonalizadores de la cultura de masas: buscando
ser nosotros mismos usando las mismas marcas de zapatos, bailando la misma
música, y comiéndonos el mismo Bic Mac, ¡no
te digo!
- La paradójica incomunicación en la era del Internet y los
móviles: los Iphone, los Smartphone, los Ipods, los Tablets y demás parentela.
- La soledad de los grandes conglomerados urbanos, más conectados
y más solitarios que nunca.
- El tan discutido cambio climático, ¡un planeta cada vez más caliente!
- La precariedad laboral: temporalidad, subempleo, y, cada vez más,
sencillamente, desempleo.
- Y, finalmente, las crisis económicas, con sus burbujas, sus
desaceleraciones zapateriles, la prima de riesgo, y los recortes peperos de
Rajoy y su cohorte.
Todo lo cual, y más cosas, ha producido este peculiar espécimen
antropológico, una suerte de alienígena, al que se ha venido denominando el hombre postmoderno.
El hombre postmoderno no
es el bardo cantor de las victorias de su madre
la modernidad, por lo contrario, vive su filiación con un sentimiento
de profundo desencanto y malestar. Y no
le falta razón. Si estamos ante el “final de la historia”, si la idea de
progreso pierde vigencia, sólo queda
como opción refugiarse en la clausura de los propios intereses, reduciendo el cosmos vital al estrecho orbe de lo
privado.
A un nivel más profundo, el descreimiento en los desgastados
discursos tradicionales - político, filosófico, religioso, - genera una crisis
de sentido, de orientación existencial, con hondas consecuencias en los
diversos planos del vivir humano.
En esta cultura postmoderna resurge de su egolátrica contemplación
el bello Narciso, se impone el culto - una verdadera liturgia - al cuerpo, el
imperio de lo “light”, la era de los bodybuilding y la crema adelgazante.
Desde un punto de vista ético, esto se traduce en una mentalidad
hedonista que orienta las pautas conductuales del hombre medio, y que es
expresión de la ausencia misma de un imperativo categórico - para utilizar la
terminología kantiana -, de una bandera que aglutine la energía vital y
conduzca la tarea, noble por lo demás, de existir y estar aquí, llamese Dios,
la patria, la familia, la ciencia, la humanidad, la ecología: ¡Nada!
Sí, es un inconfeso nihilismo, un estrechamiento del horizonte existencial,
un relativismo en el orden de las verdades y de los valores, el escepticismo
más desabrido que genera hombres fragmentados, melancólicos y frágiles,
incapaces de un compromiso que vaya más allá de la órbita de lo privado.
Si bajo la bandera de la tolerancia coexisten en la modernidad
diversos sistemas de creencias y códigos, incluyendo el ateísmo militante y
expreso, y en la mayoría de los casos, práctico y existencial, en el mundo
postmoderno esta tolerancia se ha venido convirtiendo en una franca
indiferencia, que, sin embargo, abre un amplio espacio a movimientos religiosos
y espiritualistas de diversa especie. Se
trata de un verdadero tenderete de tradiciones espirituales, filosóficas y pseudofilosóficas,
donde se expenden toda suerte de medicinas y pócimas para el adolorido espíritu
humano, y que envuelve a nuestra época en una grisácea calima espiritual.
En síntesis, el hombre postmoderno se nos muestra inseguro y
desarraigado, de allí quizás el nuevo auge de posturas nostálgicas de un
marcado conservadurismo que brindan seguridad y afianzan el sentimiento de
pertenencia a un grupo referencial. Sin embargo, estas minorías radicales no
representan la tendencia dominante que esta signada, lo repetimos, en la huida
al estrecho mundo del “yo”, con todas sus limitaciones y con la vacuidad de
quien carece de un proyecto creíble de vida.
Es en los libros de auto-ayuda donde debemos buscar probablemente
el espíritu de nuestra época, - el tan cacareado queso que alguien nos robó o el
“piense positivo, y obtendrá lo que quiere” -, soluciones cosméticas que no
terminan de comprometer la vida, artefactos de moda, efímeros como el jingel del mes o el indeciso
zapping frente al televisor la tarde de
los domingos.
La pregunta por Dios desde este variopinto paisaje, si quiere ser
pertinente aquí y ahora, tiene sus propias preocupaciones y angustias que no
necesariamente coinciden con la de otros escenarios del pasado. Si es cierto
que Dios se sigue mostrando en la historia y por la historia, si es cierto que
su Palabra continua vigente en nuestro hoy situado, el tema de Dios en la
posmodernidad tiene un lugar preclaro en el marco de la llamada Nueva
Evangelización.
Hoy más que nunca necesitamos reconocer el querer de Dios sobre nuestra
historia, su proyecto salvífico de amor liberador y de misericordia, y
traducirlo fielmente en un lenguaje, en un sistema simbólico, que sea
significativo para los hombres y mujeres de hoy, especialmente para los
jóvenes.
Debemos, sobre todo, testimoniar la gracia y el amor de
Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy, mañana y siempre.
Buscar las respuestas en el Evangelio: ¿Qué palabra tiene Jesús de
Nazaret para el hombre y la mujer postmodernos?
En ello nos jugamos nuestra fidelidad y nuestra credibilidad histórica
como Iglesia, en esta hora marcada por
tantas dudas y contradicciones.
@MarceloMartín
No hay comentarios:
Publicar un comentario