Hoy estoy, lo reconozco, un poco saturado, después de las clases la mayoría del claustro se quedó por la tarde para participar en un curso de formación sobre el DUA: Diseño Universal para el Aprendizaje.
Por lo que pude entender, la clave del DUA es ofrecer una propuesta educativa INCLUSIVA, que contemple la diversidad presente en el grupo/clase.
El tema, no lo niego, me genera algunas dudas. Valoro positivamente, por supuesto, que tengamos como punto de partida de la enseñanza, la diversidad de necesidades del alumnado con el que interactuamos, para que nadie se quede rezagado. Adecuar la acción educativa a las características específicas de cada uno, a sus recursos y posibilidades, es, desde el punto de vista ético, una forma de promover la igualdad y el valor de la equidad.
El problema viene cuando en ese esfuerzo por llegar a todos, por hacer accesible el saber a personas de diversa condición, nos vemos en la tesitura de bajar el nivel de la clase.
Ello es así porque en algunos grupos, particularmente de la ESO, la gestión del aula es tan compleja, que no siempre es posible atender a las diversas necesidades de la pequeña humanidad allí representada: diferentes niveles cognitivos, distintas procedencias culturales, alumnos disruptivos o desmotivados frente al pequeño grupito que parece que quiere trabajar y tiene buena actitud.
En muchos casos, el docente funciona como un hombre orquesta, repartiendo la partitura “musical” que corresponde a cada uno, apagando, al mismo tiempo, los conatos de incendios que se van sucediendo aquí y allá, especialmente cuando el ambiente del aula está caldeado.
No es extraño que, justo, en el momento más álgido de la clase, el dispositivo que estás proyectando en el cañón se quede colgado, o el cable del Internet, o de sonido, inopinadamente deje de funcionar. Alguna vez he pensado llevar un poco de agua bendita, a ver si así las TIC funcionan libres de duendes y otras malas influencias.
Créanme, amigos, cuando se trabaja con adolescentes puede suceder, literalmente, cualquier cosa. Qué nadie se lleve las manos a la cabeza ni se asombre, ello forma parte del tinglado de ser profe, y hay que irlo llevando con calma, o, como decían los antiguos, con reciedumbre.
En este marco, que forma parte de la normalidad de algunas aulas que yo bien me sé, pretender ser inclusivo en nuestra acción educativa, raya, francamente, lo utópico. A veces las circunstancias sólo te permiten salvar los muebles, y abarcar algunos elementos del contenido, y confiar que con las poquitas actividades que lograste hacer, trabajaste las competencias que tocaban para ese día.
Humildad, camaradas, humildad en todo, que si no no tendremos descanso.
Una idea final: ofrecer una educación inclusiva implica conocer a los alumnos, una tarea titánica cuando se mantienen ratios elevadas, el énfasis está puesto en el cumplimiento de la programación, y, de paso, estamos siempre de clase en clase en un solo corre-corre, y sin tiempo ni para el bocadillo.
A pesar de esto, una de las formas más expeditas para conocer al alumnado, y de paso conectar con él, es practicar una escucha empática.
Tengo para mi que los profesores hablamos y hablamos, pero escuchamos muy poco, particularmente a los alumnos.
De este tema, la escucha empática, prometo escribirles en otra ocasión.
Auf Wiedersehen, colegas
@elblogdemarcelo
Interesante planteamiento y pienso: no todo depende del guía, maestro, profesor!!
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